Pegasus es el nombre de un software fabricado por una empresa privada israelí llamada NSO y que proporciona, sobre el papel solo a los actores estatales, una herramienta informática para la intrusión en los teléfonos celulares. En principio, se trata de software destinado a luchar contra el espionaje o delitos graves y que tienen la particularidad de infiltrarse en el sistema Android o iOS de los aparatos telefónicos. Una vez infiltrado, el sistema accede a toda la información (contenido de llamadas, aplicaciones, geolocalización). En esto, este hackeo difiere de la simple intercepción de llamadas telefónicas.
Durante años, las respuestas invariablemente calmantes se han opuesto a las muchas preocupaciones sobre los excesos potencialmente liberticidas que son posibles gracias a las herramientas creadas por la industria de la vigilancia digital. Las empresas de este sector, al igual que los estados que recurren a sus servicios, argumentan que se aseguran de que los riesgos sean mínimos, que se regulen los usos, que se respeten los compromisos. Durante años, las dudas se han acallado en nombre de los mejores intereses de la seguridad nacional y la lucha contra el terrorismo o el crimen organizado.
Esta negación de lo obvio será ahora mucho más complicada. Las revelaciones publicadas a lo largo de esta semana por diecisiete redacciones de periódicos en el mundo asociadas al "Proyecto Pegasus”, coordinado por la organización Forbidden Stories en colaboración con Amnistía Internacional, demuestran, indiscutiblemente, que en términos de ciber vigilancia, el abuso es la regla.
Esta demostración proviene del examen en profundidad de una lista de más de 50000 números de teléfono potencialmente intervenidos desde 2016 por los clientes de este potente software espía, en nombre de una docena de gobiernos. Este trabajo revela el alcance del mal uso de esta arma informática, tan potente que puede robar discretamente todos los datos de un smartphone, y esto, hasta ahora, con total impunidad. Y no son los celulares de terroristas o criminales los que aparecen principalmente en esta lista, debidamente autenticada por meses de investigación: Pegasus se utiliza comúnmente contra periodistas, abogados, activistas de derechos humanos, opositores políticos y médicos -teóricamente protegidos por la Convención de Ginebra-, a cuyos aparatos de comunicación accede sin ser detectado. Es un arma que se usa contra los civiles.
¿Cómo se puede pretender seriamente creer a una empresa que vende su herramienta de vigilancia digital a regímenes autoritarios, mientras se afirma, con la mano en el corazón, que está muy atenta al respeto de los derechos humanos? El relativamente bajo coste de Pegasus pone esta arma al alcance de todos los estados y permite a países cuyas propias capacidades cibernéticas son débiles, tener acceso instantáneo a potenciales de espionaje muy potentes, y todas las tentaciones que permiten. México ha sido uno de sus tres primeros clientes.
Unos cuarenta países han adquirido este sistema. ¿Cuántos de ellos lo utilizan para eludir el estado de derecho y participar en la vigilancia contraria al derecho internacional? Los datos del Proyecto Pegaso conducen a la respuesta "todos o casi todos”, incluidas las democracias. El gobierno israelí, que valida cada una de las ventas realizadas por la empresa creadora del software, admite indirectamente su conocimiento de los abusos permitidos por esta herramienta, ya que bloquea los intentos de vigilancia en Estados Unidos, China o Rusia.
En nuestro país ha sucedido un fenómeno curioso. Por un lado, periodistas y activistas sociales que han cuestionado y señalado el actuar de los funcionarios gubernamentales de esta y de administraciones pasadas han apuntado sus dedos y levantado sonoras quejas ante las evidencias de que han sido espiados mientras que, quienes ahora son funcionaros y fueron
objeto de espionaje a través de Pegasus exhiben (e incluso, agradecen) el hecho, como una medalla que les otorga un pretendido estatus incomprensible hoy que algunos detentan posiciones de poder.
La seguridad de todos los ciudadanos puede, sin duda, hacer necesarias operaciones de vigilancia drásticamente limitadas. Pero este imperativo no puede justificar en modo alguno la violación masiva y sistemática del secreto de nuestras vidas y nuestros intercambios privados, así como la confidencialidad de nuestras opiniones.
Créditos: Antonio Sánchez González